Después
de pasear por las montañas azules, comenzaste a besarme profundamente, tus
labios húmedos se convertían en mi deleite, aquella delicadeza propia de tu
persona se apoderaba de mí nuevamente. Ansiaba morder tus labios, tus comisuras
se transformaban en una fuente inagotable de placer, en el marco de mi jardín comenzaba
a acariciarte lentamente, primero tu pelo, luego tu cuello, tus hombros,
nuestras manos se entrelazaban como símbolo de victoria. Nos posamos frente a mi
historia, tras tu espalda, nos observaban como testigos Marx, Simone de
Beauvoir, Cortázar, testigos que ambos conocíamos de sobra. El cielo comenzó a
llenarse colores móviles, el amarillo poseía una luna y tú la observabas
perpleja entre el placer y el universo de tus ojos. Cuando volviste, tus
movimientos se coordinaron de manera perfecta con aquella triste canción, tus
senos, tu espalada, tus clavículas, tus costillas eran un todo orgánico que
danzaba bajo un haz de luz. Mis pensamientos y mi cuerpo te deseaban como la
primera vez, y mi corazón al ritmo de sus latidos me decía nunca la dejes ir.
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